martes, 4 de septiembre de 2007

La historia sin fin: la vacuidad.

Extrañas, queres, esperas.
Después extrañas extrañar, queres querer y esperas esperar.
Pero llega un punto en que no extrañas querer, ni esperar.
No queres esperar, ni extrañar.
No esperas querer, ni extrañar.

También te acostumbras a que se rían de vos, a las palabras sin actos que las sostengan.
Te acostumbras a hacer berrinches y después levantarte, a la rutina.
Te acostumbras a andar sin flores y el verde se vuelve un color más.
Te acostumbras, en cada noche, a ser un bicho bolita en algún borde del abismo del colchón y ya no sentís miedo, ni vértigo.
Te acostumbras a querer pintar el acostumbramiento con sobrazos de acuarela.
A querer calzarte el traje de payaso cada vez que el circo se va del pueblo, y a los payasos con sonrisas tristes.
Te acostumbras a dudar si cada recoveco de cada canción habla de él y las canciones ya no hacen mal, ni bien.. ni hacen.

Te acostumbras a dudar y no dudas que te acostumbraste.
Te acostumbras a encender bengalas en las balsas de cemento y a que no las vean.
Te acostumbras a su desinterés y ya no te interesa. Ni te interesan. Ni te interesa si rezan a sus dioses o si le son fieles.

¿Qué pasa cuando te acostumbras?
Como un muerto te acostas con las sombras en cualquier tumba.
(A las sombras también te acostumbras y no las ves oscuras.. y no las ves. A los muertos.. ya nos vamos reconociendo).

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